Vivimos en un mundo diseñado para la vista y el movimiento, pero a menudo olvidamos que el mundo también entra, a veces de forma violenta y otras de forma insuficiente, por los oídos. Cuando hablamos de discapacidad, la imagen colectiva suele dibujar una silla de ruedas o un bastón blanco. Sin embargo, existe un universo de discapacidades sensoriales invisibles que libran una batalla diaria contra la incomprensión: la de quienes viven en el silencio forzoso de la hipoacusia y la de quienes sufren el dolor físico del ruido en la fonofobia.
Hoy no te pido solo que mires; te pido que sientas. ¡Ponte en mis zapatos! ¡Ponte en mis oídos!
La soledad acompañada de la hipoacusia
Para una persona con hipoacusia, el mundo es una película donde el audio y la imagen a menudo no coinciden. No se trata solo de «no oír»; se trata del agotamiento mental que supone intentar descifrar un código incompleto las 24 horas del día.
Imaginen estar en una cena con amigos. Todos ríen. Tú sonríes también, por inercia, por no cortar el rollo, pero por dentro sientes un frío aislamiento. No has entendido el chiste. El ruido de fondo de los cubiertos y la música del local se han comido las palabras. «Es que no prestas atención», te dicen a veces. Y duele. Porque nadie se esfuerza más en prestar atención que quien tiene que leer los labios y adivinar el contexto para no sentirse un mueble en la habitación. La hipoacusia no es silencio; es una desconexión involuntaria que empuja a la soledad.
Cuando el sonido es una agresión: la fonofobia
En el otro extremo, o a veces conviviendo con lo anterior, está la fonofobia. Para quien la padece, el mundo moderno es un campo de minas. No es que el ruido «moleste»; es que el ruido duele. Un altavoz mal ecualizado, un grito repentino o la acústica reverberante de un pabellón no provocan una simple incomodidad, sino una respuesta física de ansiedad, bloqueo y dolor real.
Tener fonofobia significa vivir en alerta constante. Significa evitar lugares, fiestas y celebraciones porque el entorno es hostil. Es sentir que tu propio cerebro te ataca ante estímulos que los demás normalizan.
Una súplica a los organizadores de eventos
Lo más doloroso de estas realidades es cuando la exclusión viene de quien debería protegerte. Es descorazonador asistir a actos institucionales, galas benéficas o eventos sobre discapacidad donde la sensibilidad auditiva brilla por su ausencia.
Desde aquí, lanzamos un ruego, casi un grito, a los organizadores de eventos: la inclusión no es solo poner una rampa, por cierto si lleva barandilla mejor. ¿De qué sirve un acto sobre derechos sociales si la megafonía está tan alta que expulsa a quienes tienen hipersensibilidad auditiva? Ahora, hemos de decir que las personas sordas cada vez con mayor frecuencia, pueden acceder a este tipo de actos pues cada vez más eventos con traductor de lengua de signos.
Por favor, tengan en cuenta todas las sensibilidades. Un evento verdaderamente inclusivo debe cuidar la acústica, moderar el volumen, ofrecer espacios de calma y garantizar la accesibilidad comunicativa. Si no lo hacen, están diciendo a una parte del colectivo: «Este evento es sobre vosotros, pero sin vosotros».
Todos somos candidatos
A veces olvidamos una verdad universal: la salud es un estado transitorio. Como bien dicen, en un momento todos, sanos y no tan sanos, podemos llegar a ser discapacitados. La vejez nos quitará oído a casi todos; un accidente o una enfermedad pueden cambiar nuestra percepción sensorial en un segundo.
La accesibilidad que pedimos hoy no es un capricho para una minoría; es el seguro de vida para la dignidad de nuestro propio futuro.
Por eso, la próxima vez que veas a alguien taparse los oídos con angustia o a alguien que te pide que le repitas la frase por tercera vez, no juzgues. No te impacientes. Practica la empatía radical. Ponte en sus zapatos. Ponte en sus oídos. Porque solo entendiendo su realidad podremos construir una sociedad donde nadie tenga que elegir entre sufrir o aislarse.