
El 14 de agosto de 1925, en un humilde laboratorio de Londres, se escribió uno de los capítulos más importantes de la historia de la tecnología. John Logie Baird, un ingeniero y físico escocés, logró transmitir la primera imagen televisada de la historia. Pero no fue la de un actor famoso, ni un acontecimiento histórico, sino la de una muñeca de ventrílocuo abandonada, cuya sonrisa se convirtió en el símbolo del nacimiento de la televisión.
Baird, nacido en Helensburgh en 1888, había luchado durante años contra la falta de recursos y los desafíos técnicos. Sus primeras pruebas solo lograban una imagen borrosa e indistinta, una mancha de luz donde los rasgos eran apenas tres puntos oscuros. Sin embargo, su persistencia lo llevó a realizar un ajuste crucial en su emisor, y de repente, la imagen de la muñeca cobró forma en el receptor. La emoción fue tan grande que Baird gritó de alegría, atrayendo a sus vecinos, quienes se convirtieron en los primeros testigos de la televisión en acción.
El logro de Baird fue un hito que sentó las bases para el desarrollo de la televisión mecánica, un sistema que, aunque sería superado por la televisión electrónica, demostró que la transmisión de imágenes a distancia era posible. Este genio escocés, que falleció en 1946 en Bexhill, no solo inventó un aparato, sino que nos regaló una nueva forma de ver el mundo, cambiando para siempre la manera en que nos comunicamos y entretenemos.