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Los datos de la superficie quemada ya otorgan a 2022 el triste récord de ser el año en el que más hectáreas de bosque se han quemado en los últimos 30 años en España. El 31 de julio superamos las 200.000 hectáreas, una extensión mayor que la provincia de Guipúzcoa. Esta pérdida de masa forestal supone un aumento directo de las emisiones de CO2, ya que el fuego libera el carbono almacenado en plantas y suelos, perder biodiversidad y los servicios ecosistémicos de los que nos provee el bosque que van desde la obtención de madera o setas hasta la recuperación del agua y el suelo o la obtención de aire para respirar. Eso sin contar lo más importante, los dramas personales que incluyen la muerte de personas y los daños materiales además de la pérdida de esperanza de quienes viven en las zonas rurales y llevan décadas advirtiendo de lo que iba a pasar, la población de la España que han vaciado muchos años de políticas enfocadas en lo urbano.
No es momento ahora de decir “esto se venía venir” y exponer lo que se debería haber hecho, sino de remangarse y ponerse a trabajar en la gestión de los hábitats primando el conocimiento. Basar las decisiones de gestión en evidencias científicas, hacer un enfoque integrado, que atienda a la multifuncionalidad de los ecosistemas y a todos los factores de los que depende. Hay que priorizar las medidas poniendo el foco en lo más básico: Prevención, prevención y prevención. Un mantra que, por más que lo repiten las personas que viven en entornos rurales y las que se dedican a la ingeniería forestal, la biología de la conservación o el estudio de los ecosistemas, los gestores de todo el espectro político olvidan en un cajón cuando llegan las primeras lluvias y, para ahorrar, deciden que la inversión para evitar incendios se pondrá en marcha en mayo, cuando se acerque el calor. Error. Quienes viven pegados al monte saben que la labor de un operativo antiincendios va mucho más allá de apagar las llamas.
Las soluciones sostenibles a la mayoría de los problemas ambientales giran en torno a la coexistencia con el fuego, es decir, adaptarnos a su presencia anticipándonos a sus efectos más devastadores minimizando el riesgo y vulnerabilidad de los sistemas forestales. Para lograr esto hay dos líneas que se deberían trabajar paralelamente: la recuperación de la población y los trabajos del campo en las zonas donde la demografía se ha desplomado y la gestión forestal de las áreas naturales.
Tierra sin gente
Los ecosistemas europeos son fruto de la interacción humana desde hace miles de años. No existen bosques que mantengan las estructuras anteriores a la aparición del ser humano. Nuestra presencia ha generado los actuales paisajes culturales donde las especies que los habitan han evolucionado y a los que se han adaptado. No se puede abordar la restauración de ecosistemas como si el ser humano no existiera u obviando que debemos convivir con el resto de especies. De hecho, uno de los mayores problemas a los que se enfrenta el medioambiente en Europa es el abandono de las zonas rurales y la sustitución de las explotaciones familiares, PYMES que son las que realmente crean empleo y tejido social en España, en favor de las de producción agroalimentaria intensiva que daña los hábitats que nos rodean y dan empleo a menos personas.
Existe un consenso claro en la comunidad científica sobre cómo el abandono agrario y la expansión y densificación del bosque en esos espacios que antes se aprovechaban a través de la actividad forestal, la agricultura y la ganadería, crean paisajes cada vez más homogéneos y vulnerables al avance del fuego. Para revertir esta situación, hay que tomar iniciativas que permitan la recuperación de paisajes donde haya un mosaico de usos: bosques, cultivos herbáceos y leñosos, pastos o matorrales. Esta estructura actúa como “cortafuegos” natural mientras se genera una renta que permita a la población que los mantiene vivir dignamente de esas actividades. Se trata de tejer alianzas entre la gestión del bosque y el resto de usos rurales y que quienes viven de la agricultura y la ganadería trabajen codo con codo con los propietarios y gestores forestales para crear territorios resilientes al fuego.
Los montes que son rentables no arden, o lo hacen con menor intensidad, y rentabilidad es sinónimo de gestión activa del territorio y de personas viviendo en él. Más allá de contar con subvenciones públicas que pueden estar justificadas por el carácter también público de muchos de los servicios que esos montes nos proporcionan, hay que crear modelos de negocio sostenibles que permitan a sus poblaciones vivir dignamente de los bienes y servicios que producen.