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Después del sonido característico de la tienda, me acerqué a la gran estantería de libros clásicos. Veía los nombres de cada autor con sus grandes obras maestras. Me decanté por Pablo Neruda. Me senté en una mesa un poco alejada con un gran ventanal, pedí un café y me dejé llevar por la maravillosa sensación: el café caliente que daba un efecto cálido; el libro que a la vez que se pasaban las hojas, estas crujían y el olor tan peculiar a libro nuevo inundaba mis fosas nasales; la música de fondo con Frank Sinatra, era suave y melódica; la lluvia cayendo por el gran ventanal y que cada vez que abrían la puerta, un pequeño olor a tierra mojada hacía que sonriera.
Estaba inmersa en ese mundo tranquilo y lleno de paz en el que parecía que comenzaban a brotar pequeñas flores a mi alrededor.
Tras estar allí un par de horas disfrutando del ambiente, salí con una gran sonrisa, mi paraguas y salí a la calle a disfrutar del olor de la naturaleza impregnado de esas pequeñas gotas cristalinas que hacían de ello, lo más preciado de los tesoros.
Entre empujones llegué al sitio esperado. Ese cuadro era una maravilla observarlo. Transmitía demasiadas emociones: era como pasar de la ira a la furia, al perdón y a la tristeza. El amor como una lucha de sentimientos y la enemistad como un manjar de platos sabrosos. Era una mezcla poderosa.
Me quedé observando aquel cuadro durante mucho tiempo. No había nada más maravilloso que poder ver lo que otras personas representaban. Me senté en un banco que había en el centro de la sala y lo seguí viendo hasta que cerrara el establecimiento, como uno de los más preciados tesoros.
Subí a lo alto, el viento chocaba contra mi pelo, aunque era una brisa suave. Envolví mis brazos alrededor de mi cuerpo y me apoyé en la barandilla de cristal. Poder observar la noche desde lo más alto de los edificios era extraordinario. Las luces de los edificios se adueñaban de la gran ciudad y algún que otro coche circulando por los alrededores.
En mi cabeza comenzó a sonar la melodía de Empire state of mind y sonreí por ello. Sentía una libertad inexplicable. Era poder volar sin ser juzgada. Ser yo, solamente yo. Y eso era uno de los más preciados tesoros.
Subí la música a todo volumen, era una canción muy pegadiza y veraniega. La carretera estaba prácticamente vacía, el sol yacía espléndido y el viento era suave. Extendí mis brazos, y canté a todo pulmón, mientras mi persona favorita conducía el coche. Yo sentada en el copiloto, con mis gafas de sol negras y mi chaqueta de un tejido fino, cantaba la canción como si fuera lo único en la vida. Parecía que no teníamos ningún rumbo, pero en este momento sentirme libre era mi único objetivo y eso, era uno de los más preciados tesoros.
Llegué justo a tiempo, tuve que levantarme muy temprano para poder apreciar esto. Conseguí de la máquina expendedora un vaso de café caliente y me senté en el banco. Frente a mí se extendía el gran río que parecía infinito. El sol estaba empezando a asomarse tímidamente e intenté con todas mis fuerzas, hacerme una fotografía mental de aquel bello momento para que jamás se me olvidé.
Subí mis piernas apoyando así, los pies encima del banco, mientras que mis rodillas quedaban a la altura de mi rostro. Cerré los ojos un instante dejándome llevar por la maravillosa sensación, sabiendo que esto, era uno de los más preciados tesoros.
Esto es la vida. Pequeños momentos que guardas y recuerdas como grandes e increíbles. Son instantes de autenticidad, de ser tú, de vivir durante unos segundos lo más grande del mundo. Y que, con ello, puedes crear grandes historias. Los segundos son más preciados y las ocasiones son más bellas y eso es al final lo que quedará grabado en tu cabeza y en tu corazón.
Lidia Gutiérrez